Wikipedia define Autoestima como

«El conjunto de percepciones, pensamientos, evaluaciones, sentimientos y tendencias de comportamiento dirigidas hacia nosotros mismos (y nosotras mismas, añado) hacia nuestra manera de ser y de comportarnos, y hacia los rasgos de nuestro cuerpo y nuestro carácter. En resumen, es la percepción evaluativa de nosotros mismos (y nuevamente, nosotras mismas). La importancia de la autoestima estriba en que concierne a nuestro ser, a nuestra manera de ser y al sentido de nuestra valía personal. Por lo tanto, puede afectar a nuestra manera de estar, de actuar en el mundo y de relacionarnos con los demás.»

Pero ¿cómo se crea la autoestima? ¿se nace o se hace? En este tema hay dos puntos de partida, quien afirma que el carácter se hereda genéticamente, o al menos una fuerte predisposición (afirmación, desde mi punto de vista vaga, inconcreta y, a día de hoy, absolutamente carente de evidencia científica) y quienes consideran que es una determinación socio-cultural, es decir, un aprendizaje. Mi formación y mi experiencia me sitúan aquí.

Veamos. Voy a tratar de simplificar una realidad que es tan compleja como apasionante. En la definición de la propia identidad hay dos elementos claves: el desarrollo del lenguaje, y el de las conductas y sentimientos.  Es decir, yo para definirme he de decir: «yo SOY…, porque HAGO… y SIENTO…»; por ejemplo: «yo soy tímida porque me retraigo en una situación de interacción social, y lo hago porque me siento nerviosa, intranquila, insegura… (podemos cambiar el orden: «siento» primero y «hago» después, porque también es cierto es que cada vez que evito una situación temida es porque me siento  insegura y con sensación de poco control sobre la propia vida; en el caso que nos ocupa, el orden no es relevante).

La cuestión es ¿cómo llega alguien a nombrarse (a percibirse, a sentirse, a definirse) de una forma determinada y no de otra?. Aquí juega un papel importante la adquisición del lenguaje.  Para nombrarme como «tímida» es indispensable poseer cierto dominio lingüístico, absolutamente complicado por otro lado, y para el que es necesario alcanzar un determinado grado de madurez cerebral, que permita el desarrollo de la memoria y la comprensión de una serie de los símbolos complejos que articulan el lenguaje. Estos símbolos son los que nos permiten definirnos y definir el mundo que nos rodea. Es la propia evolución biológica y cultural quien lo hace posible.

Niñas y niños aprenden a partir de las expresiones que escuchan de quienes les rodean, pero no aprenden únicamente palabras… aprenden la definición que estas personas hacen de ellas y de ellos, y del mundo; de la misma manera que una mesa es una mesa y esta descripción se convierte en una realidad certera (porque así lo hemos convenido), él o ella son lo que quienes más saben determinan que son. Niñas y niños aprenden así el valor que tienen (el que se les otorga), aprenden a explicar-se las situaciones que les afectan y el significado de sus propias conductas.  

En definitiva, aprenden una forma de mirar y de explicar la realidad. Parcial, sesgada, limitada. Una forma que no es su forma porque todavía la están construyendo y lo hacen además a partir de la interpretación de otras personas. Una forma que no es la realidad, sino únicamente la manera en que esa persona la entiende.  Las claves, los códigos de esta manera de interpretar la realidad se aprenden y transmiten con mucha frecuencia de generación en generación. Tengamos en cuenta que una criatura no posee todavía la capacidad de cuestionar esa mirada, de contrastarla con otra formas de entender o describir esa realidad. Su mundo relacional es reducido (a menudo endogámico y homogéneo) y en cualquier caso, la necesidad de supervivencia va a hacer que dé más valor siempre a las construcciones subjetivas que hacen de la realidad las personas más significativas emocionalmente, es decir que «se las crea más». El bebé no posee los elementos ni la capacidad cognitiva para articular críticas. Si se le repite que es tímida, bruto, vago, descuidada… se percibirá como tímida, bruto, vago, descuidada.  La definición que las personas más significativas hacen de sí viene para quedarse. ¡Cuidado!

Einstein lo explicó de esta manera

«Todos somos unos genios pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar árboles vivirá toda su vida creyendo que es un inútil«

 

Continuando con el ejemplo anterior de la «niña tímida» podemos también entender y describir la retirada de la niña de una situación social bajo parámetros de normalidad«es nuevo para ella… hay elementos objetivos que pueden asustarle -gritos, aunque sean de ánimo, gestos o movimientos bruscos…-«. Las actitudes y conductas lógicas que acompañen esta forma de mirar la realidad será de aceptación y apoyo: «lo que te ha pasado es que te has bloqueado, es normal porque nunca antes te has visto en una situación así…, a veces nos asustamos y no sabemos cómo reaccionar…, cada vez será un poco más fácil, ¿qué puedes hacer para que te resulte más cómodo?, ¿qué te ayudaría que hiciera yo?». Aquí la definición que la niña escucha de sí misma es amable, posibilitadora, alentadora… especialmente importante es mi posición respecto a ella: le respeto, le permito sentir lo que, de hecho, siente  y le ofrezco apoyo, no a mi medida, sino que le cedo el protagonismo («¿qué se te ocurre que puedes hacer?, ¿qué necesitas?, ¿cómo puedo ayudarte?») es la niña quien, permitiéndose conectar con lo que siente -y esto es porque previamente yo, su modelo, lo hago- articula los mecanismos de apoyo que necesite, a su medida. Esta visión nace de la confianza. Sé que esta persona está en condiciones de hacer lo mejor para sí misma, si le doy la posibilidad de mirarse y entenderse como la persona poderosa que es. Puede conectar con lo que necesita para sentir seguridad y salir airosa de una situación difícil.  Puede establecer una relación de respeto y de cuidado consigo misma. Una relación de aceptación.

Para Carl Rogers

«todo ser humano, sin excepción, por el mero hecho de serlo, es digno del respeto incondicional de los demás y de sí mismo; merece estimarse a sí mismo y que se le estime».

La intervención de la persona adulta que acabamos de ver permite que, en este caso, la niña se perciba como una persona con temores e inseguridades (como todo el mundo, por cierto) capaz de hacerse con los recursos necesarios para hacer frente a las adversidades. Porque una autoestima alta, no confundamos, no significa sentirse por encima del resto de mortales, creer que no le afectan las situaciones de la vida o que puede pasar de puntillas por ella… esto es otra cosa, esto es no conocer los propios límites, y sus efectos son perversos en muchos niveles…  La autoestima sana correlaciona con el conocimiento de la persona que se es, con la visión realista de sí, mirando de frente las propias dificultades, conectando con ellas, viviendo con ellas, a veces superándolas y otras aceptándolas, en armonía.

Un importante recurso de afrontamiento es la comunidad, el medio social, las otras personas.  Porque la humanidad es interdependiente. La niña del ejemplo aprenderá que puede, que tiene capacidad creadora y que no está sola, que puede acompañarse de personas  (algunas) que pueden ser un buen apoyo. Ya de adulta, buscará (y creará) en mayor medida relaciones nutrientes, de calidad, de apoyo, de reciprocidad. Relaciones simétricas, basadas en la igualdad, la justicia y el buen trato. Se alejará más fácilmente de relaciones maltratadoras o abusadoras. Habrá aprendido dos cosas fundamentales: que no merece se abusada, y que otra forma de relación existe.

Acerca de las conductas, que es el otro elemento clave de definición de la identidad, la interacción es un fenómeno estudiado desde los años 50, se han realizado innumerables y rigurosas investigaciones al respecto, ¿en qué medida las relaciones condicionan las conductas (y la personalidad…)?.  Se sabe por ejemplo, que las expectativas (es decir las «etiquetas»  con que previamente hemos entendido y definido a un sujeto -¡no la conducta de un sujeto, sino al propio individuo!-) modulan nuestra relación con él, de tal manera que percibimos en mayor medida las conductas esperadas por mí que las que no esperamos. Vemos más lo que esperamos ver que lo que se escapa a mi definición de esa persona.  O sea, que cuando hay conductas de «no timidez», o no las vemos, o no les damos el mismo valor («para una vez que se lanza…»).

Se sabe también que voy a premiar -reforzar, le llaman- (consciente, pero también y sobre todo, peligrosamente inconscientemente) aquellas conductas que me agradan, que son las «esperables» atribuidas a mi sexo, a mi edad, incluso a mi parecido físico («¿ves lo que ha hecho? como su tío, ¡hasta en eso son iguales!»).  ¡Atención! que premiar, para una niña o niño (para la mayoría de personas adultas también) es ser vista, ser reconocido, aunque sea negativamente, no hay mayor temor para un ser humano que la invisibilidad o el ostracismo social.  Quienes vienen a mis talleres me habrán oído recordar el momento en que una mujer en prisión era entrevistada por el loco de la colina en  La noche de Quintero. Estaba cumpliendo condena por provocar repetidamente incendios… Fulanita ‘la pirómana’ se hacía llamar, y en un momento de la entrevista Quintero le pregunta por qué esa insistencia, ese orgullo en nombrarse, en calificarse, en identificarse a sí misma como ‘la pirómana’, a lo que ella da una contestación impactante: «mejor ser pirómana que no ser nada».  

Vamos creando un camino con nuestras conductas, con nuestras actitudes, con nuestras miradas: las reprobatorias, las amables, las cómplices, las punitivas, las amorosas, las de la retirada del afecto, las orgullosas, la de decepción, las no miradas… conductas corporales que se escapan a nuestro control y muy mayoritariamente a nuestra consciencia. Y que constituyen mensajes claros y unívocos, de aprobación o de rechazo

«En la actualidad nadie duda de que la conexión afectiva con otras personas moldea de forma determinante el concepto de sí mismos que, a medida que crecen, han de desarrollar los niños.  En los primeros meses, las miradas a los ojos acompañadas de palabras emotivas que les dirigen sonrientes sus padres o cuidadores son especialmente vivificantes».

La Autoestima, Luis Rojas Marcos

En definitiva, somos el espejo en que nuestras hijas e hijos se miran.

 

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