Escribí un post hace unos días sobre el fenómeno de la Resiliencia, definido por Edith Grotberg como: «hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas o incluso ser transformados positivamente por ellas”. Finalizaba destacando la necesidad de «ser importante para alguien» para poder superar traumas e iniciar el camino de la recuperación.

Pero ¿por qué el amor es tan importante? ¿en qué se basa esta idea?

Entre los años 50 a 80 Emmy Werner y Ruth Smith (¡¡por cierto, tan invisibilizadas que encontrar información sobre ellas es casi una misión imposible!!), realizaron el estudio longitudinal más importante hasta el momento referido al fenómeno de la resiliencia. Siguieron el desarrollo y evolución de unas 800 personas desde el periodo prenatal hasta los 32 años. Se llevó a cabo en una de las islas del archipiélago de Hawai. En su mayoría provenían de familias emigrantes pobres con factores de riesgo asociados como: violencia familiar, alcoholismo en un miembro significativo de la familia, problemas graves de salud, divorcio conflictivo o enfermedad mental en la familia. El resultado desveló que un tercio de la población objeto de este estudio, a pesar de sus complejas historias de infancia y de vida, alcanzaron la adultez con confianza, habiéndose mostrado competentes social y profesionalmente.

¿Por qué ocurría esto en un tercio y no en la totalidad de los sujetos de su estudio? ¿Cuáles eran los elementos diferenciales en unas y otras vidas?, ¿cuáles los factores de protección que les ayudaron a resistir y equilibrar los factores de riesgo en los períodos críticos de su desarrollo?.

Werner y sus colaboradoras encontraron varios factores comunes en este tercio resiliente, entre otros, el nexo que compartieron fue la experiencia en algún momento de su desarrollo de un  fuerte vínculo afectivo; en algunos casos tuvieron la oportunidad de establecerlo con un cuidador no parental (tía, niñera o profesor), en otros habían tenido ocasión de sentir la aceptación, el sentido de pertenencia y el apoyo participando de un grupo comunitario. La resiliencia se construye en la relación. 

La esperanzadora conclusión de Werner y Smith es que existe la posibilidad de superar, reparar y otorgar algún sentido a las carencias y los daños causados en las primeras experiencias vitales por adversas que estas hayan sido, y de construir a partir de ellas. Y que esta posibilidad se hace extensible a toda la vida.

Es increíble el poder y la responsabilidad que tenemos desde las profesiones de ayuda: educación social, trabajo social, pedagogía, psicología… pero también desde cualquier ámbito socio-comunitario (sanitario, educativo, relacional…) que nos brinde la oportunidad de re-conocer y establecer una vinculación afectiva de semejante calibre, teniendo en cuenta dos dimensiones: la significación que otorga quien la recibe y la proyección de esta experiencia en su futuro.

Cualquier profesional que desee promover la resiliencia debe saber que el punto de partida es la confianza. La pregunta es: «¿Se puede confiar en mí? ¿Soy una persona honesta?, ¿coherente?, ¿Soy respetuosa con la información que se me confía? ¿soy estable, soy predecible?»

No olvidemos que las niñas y los niños que han sufrido rechazo, negligencia, explotación o abuso no confían en las personas adultas; no confían en nadie. Se protegen creando distancia, necesitan el afecto incondicional (como el resto, por cierto), lo buscan y cuando lo tienen al alcance… se asustan y escapan, rechazan o provocan rechazo, hacen imposible la intimidad, el contacto, la complicidad.  Alejan cualquier atisbo de ternura, y lo rompen. Rompen la relación, lo rompen todo. ¿Desde dónde vincularse entonces?

El hecho de superar esa desconfianza es un desafío para cualquiera que esté dispuesto a ayudarles, a ofrecerles ese factor resiliente que pondrá un horizonte nuevo en sus vidas. La escuela es un entorno privilegiado por cuanto tiene de universal y obligatoria. Allí se afianza el desarrollo cognitivo, afectivo y social. Es, por tanto, un escenario único para detectar e intervenir sobre el sufrimiento en la infancia y en la juventud.

Algunas claves para transformar un grupo en un espacio resiliente:

  • Mantenemos la positividad: somos más de boli verde que de rojo (señalamos fortalezas, posibilidades, virtudes…)
  • Se ha de respirar seguridad: generamos expectativas positivas (¡cuidado con el efecto Pigmalión!)
  • Facilitamos la construcción de relaciones sanas en el grupo: respeto, cooperación (vs. competición), empatía, comunicación, etc.
  • El cambio es siempre posible: potenciamos el pensamiento crítico y creativo para la búsqueda de alternativas. Existen, siempre.
  • Los errores forman parte del aprendizaje.
  • Autonomía, autonomía y autonomía: frente a la frustración, educamos en la auto-regulación emocional y en la contención.
  • Potenciamos el sentido del humor: tiene beneficios terapéuticos, mejora la resiliencia. ¡Y se vive mejor!.

Los conocimientos hacen falta, son el marco que nos ayuda a entender quienes somos y el impacto de lo que hacemos… pero por encima de todo hace falta sensibilidad, mucha, y vocación. Y fe. Y una infiniiita paciencia para seguir estando ahí cuando crean que, «como siempre», ya nos habremos ido.

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